El primer premio o cuentito edificante para envidiosos
Eran dos hermanos: Samuel y Daniel. Parecía que Dios les había dado los talentos de manera muy equilibrada porque mientras que Samuel, un año mayor que Daniel, tenía una inteligencia brillante y un afán muy grande por estudiar, Daniel era un deportista nato. Y dije equilibrio porque ni Samuel era torpe en los deportes ni Daniel era incapaz en los estudios. Es decir, en lo que no destacaban cumplían bastante bien. En palabras simples -por si un papá o una mamá está leyendo esto- un par de hijos para sentirse orgulloso y tranquilo.
Era el último año de primaria para Samuel y el penúltimo para Daniel. El mayor traía todos los meses excelentes reportes de sus avances en literatura, matemáticas, geografía, historia, arte y música. En deportes nada especial, ni muy bueno, ni muy malo. El menor en cambio traía medallas, trofeos en todos los deportes que hacía; fútbol, básquet, natación, tenis. Tenía una habilidad innata tan grande que, deporte que veía, deporte que aprendía tan bien que destacaba inmediatamente. En estudios, de forma inversamente proporcional a su hermano, nada especial, ni muy bueno, ni muy malo. Así transcurría tranquila la vida para los dos hermanos y sus papás. Hasta que ocurrió lo que da lugar a esta pequeña historia.
Terminaba el año y el colegio se preparaba para premiar a sus mejores alumnos. El coliseo estaba completamente lleno de papás y mamás. Algunos un poco aburridos de hacer todos los años lo mismo pero todos siempre esperanzados de ver a sus hijos crecer en estatura e inteligencia. El director dio un pequeño discurso sobre lo que se había hecho en el año, la importancia del estudio y el deporte para la formación de los chicos. Los que terminaban quinto de media dejaban la posta a los que recién iniciaban sus estudios. Más de una lágrima en papás, mamás y algún adolescente que se hacía el resfriado para disimular lo que sentía como si fuera vergonzoso emocionarse por terminar once años de estudios. Pero en fin, ese no es el asunto para el que se ha escrito esta historia.
La cosa fue en la premiación. Samuel, Daniel y sus papás sabían que esperarían casi hasta la mitad de la ceremonia porque los años superiores se premiaban al final de cada nivel. Llegaron a quinto de primaria y no hubo sorpresas. Terceros y segundos: los de siempre. Primeros los de siempre. Primer puesto general en deportes: Daniel L. En estudios: Enrique F.
Hasta ahí todavía no había ocurrido nada que quebrase la rutina de todos los años. Claro, tiene usted razón querido lector, si no ocurre algo inesperado para qué estaríamos contando la historia. Todo lo dicho hasta aquí sería irrelevante si no hubiera ocurrido lo que viene a continuación pero si no lo hubiéramos contado no podríamos decir qué es lo inesperado que dispara el asunto por el cual vale la pena contar la historia.
Vino la premiación de quinto de primaria. Terceros y segundos los de siempre. En algún caso un segundo era ahora tercero y un tercero, segundo. Y, dependiendo del humor de los papás, era drama o algo que se tomaba con serenidad. A mí, que nunca fui ni primero ni segundo, me parece que no habría que hacer un drama en ningún caso, pero qué le vamos a hacer…
Los papás –lo digo por si algún chico está leyendo esto- también tenemos nuestros problemas de valoración y se los colgamos a ustedes. Es injusto, lo se y lo sabemos. Pero qué le vamos a hacer. Cuando tengan ustedes sus hijos y sientan esta dulce angustia por ellos probablemente entiendan porqué hacemos dramas con eso de las notas o los deportes. Además hay que aprender a perdonar. Y perdonar es perdonar errores de a de veras, no cosas fáciles. Pero ese no es el asunto para el que se cuenta esta historia.
Además yo que tengo la autoridad de nunca haber sido –aunque ahora que me acuerdo alguna vez fui tercero- digo que ser segundo o tercero no está nada mal ¿No? Pero tampoco este asunto de los terceros y segundos es importante. La cosa ocurrió con el primer puesto en estudios. En deporte ya todos sabían: Daniel L. había ganado hasta a los de sexto. De verdad que era una especie de Aquiles escolar. Y por lo demás simpáticamente inconsciente de ser el mejor. A él lo que le gustaba es que los deportes existan y cuanta más gente los jugara para poder participar, más contento se sentía. Aunque no lo creas querido lector, hay gente así y a los que no fuimos ni terceros –aunque creo que sí, en segundo de primaria fui tercero… para ser sinceros de una vez, me acuerdo perfectamente y aquí conmigo tengo mi medalla de bronce- a veces nos gusta colgarles defectos que no tienen.
Qué le vamos a hacer… la naturaleza humana está herida por el pecado. Muchos hubieran querido que Daniel L. fuera soberbio o no saludara a los demás por ser él un triunfador indiscutible. Pero no, Daniel L. felicitaba a los segundos, a los terceros, a los cuartos, y hasta los últimos gordos miopes que no podían saltar una valla los animaba. Los abrazaba como si fuera su fan número uno. De verdad que le daba lo mismo perder o ganar. Créame querido lector, esa gente existe. Yo la he visto con estos ojos miopes.
Entonces. En deportes todo igual. En el pequeño mundo de sexto de primaria había una gran expectativa aunque cuando siempre ha sido primero el primero, la gran expectativa es de los segundos. Todos ya sabían que iba a ganar Samuel L. porque siempre había sido así. Pero no. Aquí ocurre lo que dispara el drama. No ganó Samuel. El director dijo otro nombre. El segundo era ahora primero y el primero, segundo.
Samuel era muy parecido al hermano pero no tenía esa generosidad que parece propia del deportista. No tengo ninguna teoría pero parece ser que los estudios lo encierran a uno un poco más en uno mismo. O en todo caso la vanidad de la inteligencia parece ser más dañina que la del cuerpo porque los límites no se ven tan claro. O, quien sabe, algo se le metió a Samuel en ese momento. Algo que no podemos explicar bien. Algún tipo de veneno le entró al corazón. Los viejos luchadores espirituales lo llaman envidia. La teología espiritual lo llama demonio. La gente de a pie en el Perú, piconería.
Todos se sorprendieron pero ahí quedó el asunto. Algún envidioso se alegró con la caída del primer puesto pero nada más. No fue así para Samuel. Las felicitaciones por el segundo puesto lo amargaban aún más. Y peor aún las felicitaciones por el primer puesto en deportes de su hermano. Y más grave todavía lo ponía la limpia generosidad con la que su hermano lo felicitaba. No llegó a pensar nada en concreto pero sentía que debía vengarse. No sabía de quién ni porqué. Le parecía que todo era injusto. Alguien debía tener la culpa por lo que le pasaba.
Gracias a Dios, y nunca tan bien dicho, los papás de Samuel no eran tontos –o no tanto- que no se dieran cuenta de lo que pasaba en el corazón de su hijo –aunque no lo crean, también hay padres así queridos chicos, yo los he visto con mis propios ojos miopes-. Veían crecer esa mala hierba en el corazón de su Samuel.
Un día fue el papá, claro, alentado por la mamá, el que decidió hablar con él. Y en el momento más oportuno. Y de la mejor manera –y no se escapa a quien está acostumbrado a leer estas cosas, no se escapa digo que Dios estaba en todo el asunto- se le ocurrió contarle la historia de Caín y Abel. Además lo hizo como contándole un problema suyo cuando era escolar. En síntesis, un genio este papá. Pero todos sabemos que el genio no era él, o no sólo él, sino que la genialidad brota, como siempre de esa semilla que Dios siembra en los papás –y en las mamás también- para que germine en el momento más oportuno.
La cosa es que cuando papá llegó a la parte en que Dios le pregunta a Caín porqué no puede levantar la cabeza, Samuel rompió a llorar y lo abrazó con todas sus fuerzas. El veneno había sido vomitado. Entonces todos en la familia –en el colegio no, porque son pocas las gentes que se dan cuenta de estas cosas tan importantes- digo todos en la familia, se dieron cuenta que Samuel había ganado en realidad el primer premio. Y hasta la alegría de Daniel fue superada por la de su querido hermano mayor.
Manuel Rodríguez
Hasta ahí todavía no había ocurrido nada que quebrase la rutina de todos los años. Claro, tiene usted razón querido lector, si no ocurre algo inesperado para qué estaríamos contando la historia. Todo lo dicho hasta aquí sería irrelevante si no hubiera ocurrido lo que viene a continuación pero si no lo hubiéramos contado no podríamos decir qué es lo inesperado que dispara el asunto por el cual vale la pena contar la historia.
Vino la premiación de quinto de primaria. Terceros y segundos los de siempre. En algún caso un segundo era ahora tercero y un tercero, segundo. Y, dependiendo del humor de los papás, era drama o algo que se tomaba con serenidad. A mí, que nunca fui ni primero ni segundo, me parece que no habría que hacer un drama en ningún caso, pero qué le vamos a hacer…
Los papás –lo digo por si algún chico está leyendo esto- también tenemos nuestros problemas de valoración y se los colgamos a ustedes. Es injusto, lo se y lo sabemos. Pero qué le vamos a hacer. Cuando tengan ustedes sus hijos y sientan esta dulce angustia por ellos probablemente entiendan porqué hacemos dramas con eso de las notas o los deportes. Además hay que aprender a perdonar. Y perdonar es perdonar errores de a de veras, no cosas fáciles. Pero ese no es el asunto para el que se cuenta esta historia.
Además yo que tengo la autoridad de nunca haber sido –aunque ahora que me acuerdo alguna vez fui tercero- digo que ser segundo o tercero no está nada mal ¿No? Pero tampoco este asunto de los terceros y segundos es importante. La cosa ocurrió con el primer puesto en estudios. En deporte ya todos sabían: Daniel L. había ganado hasta a los de sexto. De verdad que era una especie de Aquiles escolar. Y por lo demás simpáticamente inconsciente de ser el mejor. A él lo que le gustaba es que los deportes existan y cuanta más gente los jugara para poder participar, más contento se sentía. Aunque no lo creas querido lector, hay gente así y a los que no fuimos ni terceros –aunque creo que sí, en segundo de primaria fui tercero… para ser sinceros de una vez, me acuerdo perfectamente y aquí conmigo tengo mi medalla de bronce- a veces nos gusta colgarles defectos que no tienen.
Qué le vamos a hacer… la naturaleza humana está herida por el pecado. Muchos hubieran querido que Daniel L. fuera soberbio o no saludara a los demás por ser él un triunfador indiscutible. Pero no, Daniel L. felicitaba a los segundos, a los terceros, a los cuartos, y hasta los últimos gordos miopes que no podían saltar una valla los animaba. Los abrazaba como si fuera su fan número uno. De verdad que le daba lo mismo perder o ganar. Créame querido lector, esa gente existe. Yo la he visto con estos ojos miopes.
Entonces. En deportes todo igual. En el pequeño mundo de sexto de primaria había una gran expectativa aunque cuando siempre ha sido primero el primero, la gran expectativa es de los segundos. Todos ya sabían que iba a ganar Samuel L. porque siempre había sido así. Pero no. Aquí ocurre lo que dispara el drama. No ganó Samuel. El director dijo otro nombre. El segundo era ahora primero y el primero, segundo.
Samuel era muy parecido al hermano pero no tenía esa generosidad que parece propia del deportista. No tengo ninguna teoría pero parece ser que los estudios lo encierran a uno un poco más en uno mismo. O en todo caso la vanidad de la inteligencia parece ser más dañina que la del cuerpo porque los límites no se ven tan claro. O, quien sabe, algo se le metió a Samuel en ese momento. Algo que no podemos explicar bien. Algún tipo de veneno le entró al corazón. Los viejos luchadores espirituales lo llaman envidia. La teología espiritual lo llama demonio. La gente de a pie en el Perú, piconería.
Todos se sorprendieron pero ahí quedó el asunto. Algún envidioso se alegró con la caída del primer puesto pero nada más. No fue así para Samuel. Las felicitaciones por el segundo puesto lo amargaban aún más. Y peor aún las felicitaciones por el primer puesto en deportes de su hermano. Y más grave todavía lo ponía la limpia generosidad con la que su hermano lo felicitaba. No llegó a pensar nada en concreto pero sentía que debía vengarse. No sabía de quién ni porqué. Le parecía que todo era injusto. Alguien debía tener la culpa por lo que le pasaba.
Gracias a Dios, y nunca tan bien dicho, los papás de Samuel no eran tontos –o no tanto- que no se dieran cuenta de lo que pasaba en el corazón de su hijo –aunque no lo crean, también hay padres así queridos chicos, yo los he visto con mis propios ojos miopes-. Veían crecer esa mala hierba en el corazón de su Samuel.
Un día fue el papá, claro, alentado por la mamá, el que decidió hablar con él. Y en el momento más oportuno. Y de la mejor manera –y no se escapa a quien está acostumbrado a leer estas cosas, no se escapa digo que Dios estaba en todo el asunto- se le ocurrió contarle la historia de Caín y Abel. Además lo hizo como contándole un problema suyo cuando era escolar. En síntesis, un genio este papá. Pero todos sabemos que el genio no era él, o no sólo él, sino que la genialidad brota, como siempre de esa semilla que Dios siembra en los papás –y en las mamás también- para que germine en el momento más oportuno.
La cosa es que cuando papá llegó a la parte en que Dios le pregunta a Caín porqué no puede levantar la cabeza, Samuel rompió a llorar y lo abrazó con todas sus fuerzas. El veneno había sido vomitado. Entonces todos en la familia –en el colegio no, porque son pocas las gentes que se dan cuenta de estas cosas tan importantes- digo todos en la familia, se dieron cuenta que Samuel había ganado en realidad el primer premio. Y hasta la alegría de Daniel fue superada por la de su querido hermano mayor.
Manuel Rodríguez
Tengo varios años de papá. Tengo muchos más de hijo. Siendo hijo me sabía quejar de mis papás. Siendo papá me sabía quejar de mis hijos como probablemente se quejaron de mí mis papás. Un día decidí dejar las quejas y tratar de vivir con sensatez las dos cosas. Bien difícil había sido, oiga. Así que el otro día se me ocurrió escribir la experiencia, no vaya a ser que haya otros papás (y mamás) en similar situación. Y otro día más decidí poner todo en un blog. Y aquí estamos, esperando ayudar y ser ayudados.
Manuel Rodríguez